2009/02/17

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  • Marta y Miguel
  • El Diario vasco, 2009-02-17 # Javier Otaola, Abogado y escritor, Síndico-defensor del Vecino de Vitoria-Gasteiz
El asesinato de Marta Castillo en la ciudad de Sevilla es uno de esos crímenes que saltan cada cierto tiempo a los medios de comunicación y que a todos nos conmocionan. Esa conmoción suele ir acompañada de un sentimiento de espanto y de incredulidad: ¿Cómo es posible que algo así haya sucedido? ¿Cómo puede haber alguien tan desalmado para haber cometido ese crimen? Y cuando el asesino es una persona joven solemos interrogarnos: ¿Qué tipo de educación ha recibido esa persona para haber hecho algo así? ¿Qué hemos hecho mal?

«Todos somos Marta», decía una pancarta que portaban sus compañeras de colegio. Y es verdad que todos somos Marta, pero no es menos cierto que todos tenemos «la posibilidad» de ser también Miguel -su asesino-, y si no lo somos es porque hemos hecho una opción moral determinada. Lo maravilloso y terrible del ser humano es que, como decía el maestro Zubiri, es un ser que «de suyo, da de sí»; como personas no estamos cerrados y conclusos de una vez y para siempre, sino que estamos abiertos a múltiples posibilidades y, en cuanto seres libres, entre esas posibilidades se encuentran también la violencia, el egoísmo, la codicia, la corrupción... En cada crimen que se comete se repite el mito de Caín y Abel. Todos somos Abel, pero todos podemos ser también Caín.

Como lector y escritor de literatura policíaca -admirador de Simenon, experto en sondear el lado oscuro del ser humano-, siempre me ha interesado la reflexión sobre el mal y del delito, y me parece que muchas de las reflexiones que he leído o escuchado a raíz de este terrible crimen son fruto de un optimismo antropológico y moral que no tiene pase a estas alturas de la Historia humana. Creo que se equivocan los que fían en exceso en la «bondad natural» y en los logros de la educabilidad del ser humano, como si el mal moral fuera en última instancia sólo un problema médico o un problema educativo, como si entre las posibilidades del ser humano no estuviera incluida -ineluctablemente- la posibilidad por el mal.

Siendo estudiante de Derecho en la venerable Universidad de Deusto -Sapientia melior auro- me llamaba la atención la fría sintaxis del Código Penal, que se reproduce en todos los códigos que regulan sobre ese lado oscuro y violento de la condición humana. Técnicamente el Código Penal no prohíbe el delito, simplemente lo castiga, así dice: «El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años».

El Código Penal, en un ejercicio de pesimismo ontológico, reconoce que es inútil prohibir los hechos que para todos es evidente que son criminalmente reprochables, sabe que más allá de lo que la Ley diga, esos hechos se van a cometer y prevé una pena, que ha de ser disuasoria, y en la medida de lo posible rehabilitadora.

Pero la cuestión es, una vez que el crimen se ha cometido: ¿Qué hacer con Caín?

Para el pensamiento jurídico-penal contemporáneo ha quedado superada, al menos en los países europeos, la idea de la justicia bíblica del «ojo por ojo y diente por diente». Justicia que en su momento fue un principio de contención y limitación de la sed de venganza que «de suyo» tiende a manifestarse sin límites. No faltan -sin embargo- predicadores hertzianos a los que se les adivina la nostalgia por la majestad de la pena de muerte al estilo sureñoamericano.

La pena, en contra de lo que piensan el común de los ciudadanos, no tiene ya una función retributiva o vindicativa. «Que pague por ello», se dice. No se ingresa en prisión a un reo para que pague con su sufrimiento el sufrimiento causado a la víctima. La cárcel no es entonces un purgatorio donde el reo expía su culpa. No se castiga al reo para dar satisfacción a la víctima y saciar así la comprensible sed de venganza de ésta o de la sociedad. La Constitución española ha consagrado en su artículo 25.2 una concepción más humanista del castigo: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados».

Sin embargo, a pesar de que la Carta Magna no lo dice expresamente, el legislador no es tan buenista como a veces se le reprocha y esa finalidad reeducadora convive con otras de menor rango normativo, pero que forman parte esencial e implícita de la pena: la intimidación y la disuasión del eventual delincuente y, además, la neutralización del reo para que no pueda dañar de nuevo a la sociedad y, en cierto modo residualmente, también la vindicación del daño causado.

Son muchas las voces que, entre los juristas y criminalistas, se levantan declarando el fracaso del sistema carcelario y su escasa capacidad reeducativa, sobre todo con cierto tipo de delitos compulsivos -violación- o en los que el crimen tiene una motivación ideológico-política inasequible al arrepentimiento, frente a lo cual y según su propia lógica, sólo se podría responder con una «cadena perpetua pero condicional», semejante a la que existe, por ejemplo, en Gran Bretaña. Soy de los que piensa que en España terminaremos adoptando una fórmula semejante.

Cada vez vemos -casi todos- que la reeducación no puede convertirse en la única finalidad de la pena, ya que no se puede olvidar la ineludible necesidad de cumplir también los objetivos de prevención especial y general que la defensa social exige.

Si, por un lado, no se puede renunciar al esfuerzo de rehabilitar, haciendo todo lo posible para que la cárcel no sea una escuela de marginación y odio, debe quedar también claro que es primordial que la pena no pierda su doble carácter clásico de disuasión y custodia para la evitación de nuevos delitos. Queda claro que la idea del castigo no es una constante, sino que ha variado, en sus formas, sus fundamentos ideológicos e incluso en su propia finalidad.

No puede perderse de vista que, en definitiva, si creemos en la libertad del ser humano, tenemos que creer también en la posibilidad de que éste opte por «el mal» y esa opción no puede trivializarse simplemente con consideraciones de «terapia social», medicalizando el Derecho, y hurtando la necesaria responsabilidad que debe derivar de toda libertad.

Los anales de la criminalidad están llenos de ejemplos que demuestran la irrevocable opción por el mal hecha por algunas personas: el doctor Petit (27 asesinatos, 1897-1946); el mitómano Mesrine, que llegó a escribir desde la cárcel un best seller (El instinto de la muerte, 1936-1979), Jack el destripador (1988), Peter Kurten, El vampiro de Düsseldorf 1883-1931), José A. Rodríguez Vega, el asesino violador de ancianas (1986)...

No hay nada más eficaz para excitar a nuestros demonios cainitas que negarnos a aceptar que en todos los seres humanos puede aparecer, en un instante, esa terrible elección por el mal. Esto es, la permanente condición humana de la que a pesar de todo no podemos renegar. La verdadera filantropía, de la que hablaba Machado, no tiene por qué engañarnos sobre lo que el ser humano es: un manojo de posibilidades siempre abiertas entre las se encuentra la inteligencia, el amor y la bondad, pero también la estupidez, el odio y la maldad.

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