- Niños de Saturraran, hijos de Mutriku
- Raúl posa desde el lugar en el que un día estuvo el edificio principal de la cárcel, cuyos únicos restos se observan al fondo de la imagen.
- Noticias de Gipuzkoa, 2009-02-02
Hace 66 años, Raúl Blanco salió de la cárcel de Saturraran junto a su madre, una de las últimas presas que quedaban en el penal mutrikuarra. Sin nada que llevarse a la boca ni un techo bajo el que dormir, ambos, naturales de Santander, fueron acogidos en un caserío próximo a la prisión. Fue, sin embargo, su último tiempo juntos. Después, ella encontró trabajo y una casa en las cercanías pero, ante la imposibilidad de compaginar esa actividad con el cuidado de su hijo, se vio obligada a dejar a éste, de común acuerdo, en el seno de otra familia. Años más tarde, ya más asentada y con más recursos, acudió en su búsqueda con la intención de volver a estar juntos, esta vez en la capital cántabra, pero volvió a casa con las manos vacías. Raúl había hecho su vida con la que para él era su nueva familia y decidió quedarse. De allí en adelante siguió en contacto con su madre, que finalmente se quedó en Gipuzkoa, pero sin dejar nunca el hogar que un día le acogió.
"Ella me quiso llevar, pero yo ya estaba a gusto. Tenía diez o doce años -cuando salió de la cárcel había cumplido los cuatro- y no me quería marchar. Llevaba mucho tiempo con ellos, había perdido el cariño de mi madre y... Vamos, que me quedé", explica Raúl, que desde aquel momento dejó definitivamente de ser cántabro para convertirse en un mutrikuarra más. "¡Cómo no voy a ser de aquí! Si es donde he hecho toda mi vida... Aquí he vivido, aquí me casé y aquí he tenido a mis hijos. No he vivido en otro sitio", argumenta a sus 70 años.
Su caso no es único. La orden dada por el régimen franquista para que los niños presos no pudieran estar en las cárceles después de cumplir los tres años, unida al hecho de que muchos de ellos no tenían más familia localizable, hizo que varios fueran acogidos, hasta la salida de sus madres, por vecinos de las localidades cercanas. Con el paso del tiempo, sin embargo, y por diferentes circunstancias, algunos de esos niños se quedaron en los pueblos que les dieron cobijo. Hicieron allí sus vidas. Para ellos, poco queda ya de aquellos días encerrados entre rejas y de aquellas penurias que se llevaron por delante a tantos niños y mujeres en su misma situación.
Porque, como reconoce Raúl, los recuerdos de la prisión son bastante escasos. "Sí que me acuerdo de alguna cosa, de cómo nos sacaban las monjas al patio mientras nuestras madres se quedaban dentro y de cómo éstas decían que las religiosas eran malas, pero tampoco sé muy bien cómo era la vida dentro, sobre todo para las propias madres. La mía, desde luego, no soltaba prenda a ese respecto", comenta sobre el arenal que un día sirvió como asentamiento del penal, uno de los más relevantes del Estado para mujeres.
Sin rastro de la cárcel: Apenas unos restos de paredRaúl asegura recordar a la perfección cómo era el complejo carcelario. No tiene problemas para visualizar en su interior todas y cada una de las construcciones que lo conformaban. A la izquierda, el edificio central. A la derecha, el de la Guardia Civil. En medio, casas de menor tamaño pero igualmente relevantes en el día a día de la prisión. Ahora, siete décadas después, ya no queda nada. Un trozo de pared al otro lado del riachuelo que cruza la playa es el único testigo en pie de aquella tragedia. Son los restos del edificio central, aquél que se levantó como hotel y que, antes y después de albergar la prisión, funcionó como Seminario de Menores. Pero nada más.
Los demás testimonios llegan de la boca del propio Raúl y de las fotografías que Xabier Basterretxea, vecino de Mutriku y una de las personas que más ha indagado sobre Saturraran, muestra entre diferentes documentos que guarda de la historia del penal. En ellas, Raúl no tiene problema en señalarse a sí mismo. "Soy éste de aquí", dice sin dudar mientras apunta a una de esas imágenes antiguas en las que algunos niños, acompañados por varias religiosas, dejan ver su mejor sonrisa. Y es que, como ya es sabido, entonces era habitual que el régimen fotografiara la mejor cara de las cárceles. La de presas bien vestidas y niños felices. La de instalaciones bien cuidadas y condiciones poco censurables. La que no se veía cuando no había una cámara delante. La publicitaria.
Bajo cada una de aquellas miradas, sin embargo, hay una historia escondida. La de Raúl no es muy diferente de las del resto de menores. Su madre había sido encarcelada y su padre, un miliciano rojo a quien él no llegó a conocer, tuvo que embarcar rumbo al exilio, a Francia. "Mi madre solía decir que estaba vivo, pero que no podía ir con él porque no le daban el salvoconducto", indica.
Por las noticias que ha tenido, su padre ha podido estar viviendo en Toulouse. Ahora bien, asegura, nunca ha emprendido búsqueda alguna para localizarle. "Mira que he estado veces en Francia, pero no se me ha ocurrido. Sí hubo una vez en la que una persona trató de encontrarle a través de Internet, pero al final no salió nada y ya no se han hecho más intentos", comenta Raúl, que es consciente de que su padre "aún podría estar vivo".
Visita a Santander: Encuentro con su hermanoA quien sí conoció, recuerda, es a su hermano. Fue, además, por iniciativa propia. "Mi madre nunca me había llevado a Santander, pero yo sabía que allí estaban mi hermano y mi abuela. Así que un día, con 18 años, cogí el autobús y me planté en su casa. Y conocí a todos. A mi abuela, a mi hermano, a mis tíos... A todos. Es fácil imaginar cómo se quedaron ellos. Muy sorprendidos. Sabían de mi existencia, claro, pero no me conocían", relata, mientras dice no saber si su madre se enteró de ese viaje, porque al menos él nunca se lo contó.
Desde aquella primera estancia, Raúl ha vuelto en más de una ocasión a la ciudad que le vio nacer. Guarda relación con su hermano y, una vez que su madre se jubiló y regresó a Santander, acudió a visitarla también a ella en varias ocasiones. Eso sí, sostiene, la de aquí es su verdadera familia. "Son como mi padre, mi madre y mis hermanos. Me he criado con ellos. Incluso, hubo un momento en el que quisieron ponerme sus apellidos, aunque mi madre se negó, lo cual es perfectamente entendible", cuenta.
Es, en definitiva, su historia. La represión franquista, intensa en los primeros años posteriores al fin de la Guerra Civil, truncó la vida de miles de familias. Entre ellas, la de los padres de Raúl. Uno tuvo que huir y la otra fue encarcelada. La familia se rompió por completo y cada uno tuvo que seguir su propio camino. El de Raúl no fue muy lejos. Mutriku le abrió sus puertas y él las aceptó. 66 años después de aquello, agradece esa acogida desde el mismo lugar en el que, entonces, vivió el rostro más amargo del municipio. Aquél en el que Mutriku se convirtió, durante seis años, en infierno.
- Mutriku, Deba y Ondarroa se volcaron en la ayuda a las internas
- Los vecinos de los tres municipios se acercaban con frecuencia hasta el penal para dar comida alas presas
Todos los testimonios coinciden. Mutriku, Deba y Ondarroa se volcaron en la ayuda a las presas de Saturraran. Les llevaban alimentos, les ofrecían compañía y les daban cobijo tanto a los niños que tenían que abandonar la cárcel como a las mujeres, cuando éstas salían sin un lugar en el que dejarse caer. Según la investigación llevada a cabo por el historiador de Aranzadi Iñaki Egaña, decenas de familias desconocidas para las reclusas se acercaban hasta el penal los jueves y domingos, días de visita, para entregarles bolsas de comida. Era, prácticamente, la única ayuda con la que contaban.
"En una ocasión en la que la mar estaba muy revuelta, los pescadores salieron para traernos comida a nosotras. Nos dieron todo lo que capturaron. Merluza, chicharro... Todo", recuerda desde su casa de Tenerife Carme Riera, una de las internas que estuvo en Saturraran. "La gente acudía a ayudarles, de eso no hay ninguna duda", coincide Xabier Basterretxea, vecino de Mutriku y autor de una extensa recopilación documental sobre la historia de la cárcel guipuzcoana.
Mantenerse a floteLas duras condiciones a las que tenían que hacer frente hacían que cualquier apoyo del exterior fuera un pequeño salvador al que agarrarse para mantenerse a flote. La ausencia de comida, tanto porque escaseaba como porque la que entraba era vendida o consumida antes de que llegara a las presas, dejaba a estas últimas y a los niños sin apenas sustento.
Comían patatas crudas, manzanas cogidas del riachuelo -lo que dio origen a una epidemia masiva de tifus- y suplicaban por los restos de la comida que sí tenían quienes custodiaban y cuidaban la prisión.
A modo de ejemplo, y de acuerdo con la citada investigación de Aranzadi, las presas tenían que soportar cómo la ternera que cada semana llegaba a la cocina del penal para ellas era degustada en forma de banquete por un numeroso grupo de sacerdotes y religiosas jesuitas, que se reunían con tal propósito todos los sábados. Es sólo un ejemplo, pero permite comprender la importancia que aquella ayuda llegada desde fuera tenía para las internas.
Hace año y medio, Saturraran fue escenario de un emotivo homenaje a las mujeres y niños que perdieron la vida en el penal. Fue el día en el que se levantó el monumento en recuerdo de las 177 vidas que se cobró la prisión. Y fue, también, el reencuentro entre las presas y los vecinos de la zona. Siete décadas después, aquellos pequeños lazos siguen sin romperse.