2009/05/18

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  • El condón y la mitra
  • La Opinión de Granada, 2009-02-18 # Sixto Sánchez Lorenzo • Catedrático de Derecho Internacional Privado de la Universidad de Granada
Como Mariana Pineda, por la causa liberal, me encuentro tejiendo con tanto mimo como ardor, no una bandera, sino un condón. No es tafetán su tejido ni hilo de seda el que enhebra mi aguja, ni tampoco látex, por añadidura. El tegumento, sin embargo, me está resultando tan tupido, cuando menos, y sin duda su lustre no es tan apagado. Mi condón tiene la suavidad de las cenizas de la cena de Giordano Bruno –o acaso del propio Giordano Bruno– y una tonalidad semejante a la sangre evaporada de Miguel Servet.

Brilla como las motas de polvo en los haces de luz insospechados que inspiraron a Louis Pasteur, o quizás con los guiños de los espejos de su microscopio. Mi condón tiene forma de mitra enhiesta y puntiaguda, como corresponde a su naturaleza; diríase el escalpelo de Ignacio Semelweiss, impoluto y estéril, salvo para salvar las vidas de madres parturientas aquejadas de fiebres puerperales y condenadas a la extremaunción por la superstición. Tiene mi condón estilo y gracia, luce algo ‘casual’, como un moho inopinado en una preparación abandonada; pero para apreciar su belleza es preciso tener la perspicacia de un Fleming, todo hay que decirlo…

En mi condón navegan las epopeyas homéricas y de Gilgamesh, las enseñanzas de Confucio y de Lao-Tsé. Es un condón que asemeja una mitra, ya lo he dicho, con aire majestuoso y hierático, como una estatua egipcia. Tiene la solemnidad del templo de Delfos invitándonos a conocernos a nosotros mismos, la dignidad de un Sócrates bebiendo cicuta. Es silencioso como una película de cine mudo de Charles Chaplin… e pur, si muove.

Sí, sin embargo, se mueve: es un condón con vida propia que se mueve sin caprichos impulsado por un E=mc2 en órbitas claramente heliocéntricas… ¡Si Galileo pudiera verlo! En sus elipses atrapa mi condón los círculos del purgatorio y del infierno, donde Dante ubicaba a algunos de los seres humanos verdaderamente admirables, y a todos ellos centrípeta. Digámoslo ya: mi condón es un condón inteligente, de maneras volterianas me atrevería a decir. Rescata lo divino para procurar el hallazgo de lo humano, restaura el saber abandonado por el pecado original. Es un condón que tiene luz, no eléctrica, sino propia, como una luciérnaga inagotable que no se alimenta del invento de Edison, sino de Edison mismo, que ilumina a través de la memoria de los hombres desaparecidos cuyo reflejo perdura, como la de Carlos Castillo del Pino, Ramón y Cajal, Marja Skodowska, Newton, Neruda, Lorca…, que todas las luces valen para mi condón, y todas las engulle con la poderosa atracción de un agujero negro.

Y a pesar de su brillo, mi condón es humilde como el traje de presidiario de un judío en Auschwitz abandonado por Pio XII, prudente como un Spinoza que no quiere ofender con sus escritos y decide dejarlos inéditos. Guarda mi condón los secretos de muchas historias anónimas de hombres que buscaron la verdad, la tolerancia, la concordia, que ofrecieron a sus congéneres la oportunidad de una vida mejor a costa de la suya, que no buscaron la recompensa en otro mundo, sino en éste, en los demás, aliviando sus dolencias, tratando de comprender por qué siendo iguales pensaban de forma diferente, desvelando una micronésima parte del genoma que nos hace humanos, con la verdad no revelada, sino descubierta.

Y a pesar de su sabiduría, de su potencia, de su envergadura, mi condón siempre se me antoja huidizo y pusilánime, arrastrando tanta verdad acrisolada, tan áurea toga, con la austeridad de un Antístenes, pero sin su vanidad. Pero no se engañen: mi condón es limpio, preciso e intemporal como un universo borgiano, o, por mejor decir, borgesiano (de Jorge Luis), que nada tiene que ver con el papal (por Alejandro, más que nada). En esencia mi condón encierra en sí tolas las mejores cualidades de lo verdaderamente humano, de lo más estimable de una especie muchas veces poco o nada estimable.

Aunque he de confesar que el condón que estoy tejiendo no es realmente el condón que describo, sino una copia fiel, un clon, con idéntica luz y la misma sabiduría, y nada me pesa el esfuerzo para luego desprenderme de él. Porque el original y la copia serán un cariñoso obsequio para nuestro arzobispo, y a él se los llevaré con la devoción de un Rey Mago postrado; son mi oro, mi incienso y mi mirra. Su forma de mitra no es casual. Sé a ciencia cierta que su ilustrísima no es bicéfalo –tampoco bucéfalo–, y que sólo una mitra sería suficiente.

Con todo, yo le llevo dos. Una para que se la ponga él mismo y de esta forma la luz de la humanidad le irradie muy cerca de donde radica el alma y los pensamientos, y así recupere el sentido común, que es nuestra seña de identidad específica. La otra es para que la lleve a Roma, y la ponga a disposición de Su Santidad, con ocasión de alguna reunión de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ilustrísima, de verdad: ¡Póntelo! ¡Pónselo!

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