- Una lección política
- El País, 2009-01-09 # Jordi Costa
Capaz de desconcertar a los más firmes creyentes en su integridad indie con dos desalentadores ejercicios de estilo mainstream -El indomable Will Hunting (1997) y Descubriendo a Forrester (2000)-, Gus Van Sant llevaba cuatro películas indagando en la esquiva caligrafía de la violencia, la destrucción, el azar y sus derivas en una marcada clave autoral -Gerry (2002), Elephant (2003), Last Days (2005) y Paranoid Park (2007)-, antes de afrontar este nuevo cambio de registro en dirección al gran público. Tenía este crítico la impresión, probablemente equivocada, de que tanto en esas excursiones mainstream como en su reciente ensimismamiento artie, Gus Van Sant no dejaba de ser un maestro de la impostura. Mi nombre es Harvey Milk revela otra cosa: al poseedor de una autoría líquida capaz de cambiar de piel y estilo según las exigencias del proyecto que tiene entre manos. En este caso, la vida de Harvey Milk parece estar tan cerca de las propias convicciones personales del cineasta, que el lenguaje conservador -el del biopic oscarizable- se revela como la mejor opción posible para que el proyecto alcance toda su funcionalidad política.
Explotando las posibilidades didácticas del género en el que se inscribe, Mi nombre es Harvey Milk consigue hacer transparente y comprensible un proceso sumamente complicado: la articulación de una reivindicación política en el tejido de una ciudad a partir de la apropiación comunitaria de uno de sus barrios, el trenzado progresivo de un lobby de influencia y la racional infiltración en sus órganos de poder. La película es mucho más que la hagiografía de un activista gay: es toda una lección de política americana y, al mismo tiempo, la crónica de un civilizado juego de estrategia ciudadana cuya meta final es la conquista de libertades colectivas.
Para J. Hoberman, crítico del Village Voice, es la primera película americana abiertamente obamista: una Vida Ejemplar trazada con los colores de la esperanza y que no hurga en las turbulencias políticas que siguieron al asesinato de Milk y el alcalde George Moscone a manos del ex concejal Dan White. Sean Penn ofrece un intenso recital de contención en la piel de este mártir ciudadano que, pese a su temperamento discreto, supo entender que la política de su país tenía una de sus claves en el sentido del espectáculo.
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