2009/08/17

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  • Jovencitos 'frankensteins'
  • Noticias de Gipuzkoa, 2009-08-17 # Manuel Torres . Sicoanalista
Cuenta un aforismo, casi convertido en leyenda, que cada siglo posee unos años capaces de definir su entera trayectoria y representar emblemáticamente todos sus traumas. Así las cosas, más vale ir curándose de espanto por lo que pueda venir.

Las recientes violaciones múltiples de dos niñas ocurridas en Córdoba y Huelva, en la que participaron menores, algunos con edades inferiores a los 14 años, sin olvidar el ominoso caso de Sandra Palo en 2003, la joven de 22 años a la que un grupo de muchachos en Leganés violó, quemó y atropelló hasta la muerte (de los que sólo uno de ellos fue imputado por cuestión de edad), ha reavivado el debate sobre la necesidad de modificar la ley del menor.

Es cierto que resulta altamente peligroso legislar en caliente, sobre todo cuando detrás de sucesos tan aborrecibles como estos, se pretende diseñar leyes ad hoc . Pero las pasiones son incontenibles, y con ellas las opiniones viscerales vienen solas, polarizando el debate en dos extremos a cual más candente (pónganse en lo peor, ya tenemos con esto casquería televisiva para todo el verano).

Por un lado, hay expertos que sostienen que rebajar la edad penal del menor, por grave que resulte el delito, sería un error, y precisan que cualquier modificación ha de realizarse de manera serena. Al hilo de esto, cabe recordar que actualmente esta ley permite la intervención asistencial y educativa para delincuentes por debajo de los 14 años. La cuestión es cómo funcionan esos mecanismos y de qué medios se dispone.

Otros, sin embargo, consideran que la ley debería distinguir los supuestos más graves, y que un menor de 14 años debería cumplir pena por este tipo de delitos. Reflexión mantenida, entre otros, por jueces y fiscales que recuerdan que si a los 14 años se puede contraer matrimonio, a los 13 se permite mantener relaciones sexuales con adultos y a los 12 los jueces de familia deben escuchar a los hijos en los procesos de separación, no resulta descabellado plantear que algún castigo deberá haber si angelitos de esas edades cometen una violación.

Como dato significativo, añadir que en el Reino Unido la responsabilidad penal para este tipo de delitos está en los 10 años, excepto en Escocia que está en 8. Sin embargo, su eficacia es cuando menos discutible a tenor de la fría estadística: este pasado año se registraron 700 denuncias de este cariz, sólo en Escocia. Cuestión que también arroja por la borda toda esa retahíla de estúpidas teorías que relacionan las violaciones con regiones meridionales.

Al calor del debate anterior, el ruedo político sigue siendo el ágora que más rédito obtiene de estas pasiones públicas. Con ello, el PP anunció días atrás que tras el verano presentará una proposición de ley en el Congreso para rebajar la edad penal de los 14 a los 12 años en caso de delitos muy graves. Según su secretaria general, Mª Dolores de Cospedal, "En España hay una ley que protege a los menores que cometen actos delictivos, pero no a las víctimas de esos delitos, muchas de los cuales son menores".

Por otro lado, Leire Pajín, secretaria de Organización del PSOE, responde que leyes de este calado social no deberían modificarse a partir de "casos concretos" y que es mejor debatirlas cuando las aguas vuelvan a su cauce.

Con todo, más allá del recinto legislativo que casi siempre monopoliza este intrincado asunto, en mi opinión se sigue ignorando la mayor. Lo grave no es que legalmente pueda o no imputarse el castigo correspondiente a sus responsables, y que además puedan pagar por ello, que también, sino que haya niñatos de 13 años que cometan este tipo de dislates. Lo que deberíamos preguntarnos es qué estamos haciendo mal como sociedad para que ocurran casos tan pavorosos, y quizá a partir de ahí -toda vez pudieran aislarse y indagar entre sus vísceras- poder empezar a encontrar con más eficacia posibles remedios.

Por doloroso que resulte, los menores que participaron en esas violaciones no son más que el espejo de la sociedad en que nos miramos. De este laberinto teratológico que hemos edificado, cabría señalar una acusada disociación entre estos jovencitos frankensteins y el mundo de las normas, del pacto y del respeto.

La magnitud de la grieta que media entre ambos extremos, probablemente esté llena de carencias que habría que atribuir -al menos en parte- a una tendencia alimentada por ciertos aspectos cada vez más frecuentes en nuestra sociedad, tales como la banalización del sexo; el debilitamiento de los principios más elementales de autoridad y respeto a los demás, no sólo en la escuela sino también en la familia; la parálisis de normas y responsabilidades; la presencia todavía palmaria de ciertos patrones de conducta que con la democracia creíamos desterrados o en vías de extinción, como el machismo más cavernario; la trivialización del ocio, supeditado en su mayor parte a los nuevos medios telemáticos (Internet, videojuegos, redes sociales, etc.) dando paso a una era supeditada a una tremenda mutación cultural.

Y cuando saltan las alarmas, la preocupación, sobre todo en un escenario como el nuestro, cambiante y heterogéneo, se desliza hacia un marcado cariz conservador exigiendo a los gobernantes cierta mano paternalista. Con la cabeza fría, lo más verosímil es pensar que son situaciones límite que llegan, eso sí, a grupos de edad a los que antes no se llegaba, pero no nos engañemos, no hay un perfil concreto, no hay un patrón común de los agresores que nos permita, al estilo de aquella entretenida película de ficción policíaca titulada Minority Report , anticiparnos preventivamente a los hechos, al menos con mano quirúrgica. Sería más lógico -aunque seguramente impopular- admitir que nunca llegaremos a tener todas las respuestas para solucionar todos los problemas que determinan el comportamiento humano. Resultaría imprudente albergar esa idea, la de una sociedad perfecta donde existen mecanismos sociales aptos para resolver cualquier inconveniente.

Lo único meridianamente claro es que en una civilización tan satisfecha como imperfecta -la nuestra, sin ir más lejos-, poner la responsabilidad de este problema exclusivamente en manos de jueces y fiscales, supeditándolo así a la actualización permanente del marco jurídico, sería tanto como respaldar aquella lapidaria frase del gato pardo de Lampedusa: "Algo debe cambiar para que todo siga igual".

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