2009/07/13

> Iritzia: Teresa Maldonado > PARADOJAS ECLESIASTICAS

  • Paradojas eclesiásticas
  • La actual campaña (otra más) de la Iglesia católica contra el derecho al aborto nos recuerda que dicha institución ha sido, y es, uno de los puntales de la reacción. Conviene no olvidar el poder de la palabra de una secta religiosa con casi 2.000 años de historia y experiencia. Por ello es necesario desmontar sus discursos y evidenciar sus falacias.
  • Diagonal, n. 106, 2009-07-13 # Teresa Maldonado (de la asamblea de Mujeres de Bizkaia y profesora de filosofía)
Los sectores sociales vinculados a la Conferencia Episcopal Española, en línea directa con la doctrina Benedicto XVI y de su antecesor Juan Pablo II, suelen abominar de lo que designan como ‘dictadura del relativismo’. A esta supuesta ‘dictadura’ y a la imperiosa urgencia de combatirla aluden cuando defienden el mantenimiento de una asignatura confesional de religión en el sistema educativo. Con otras dictaduras más efectivas no han mostrado tanta beligerancia. Pero la paradoja aparece cuando esa misma llamada a rebato para luchar contra la infame dictadura del relativismo es invocada no sólo a favor de la religión en la enseñanza sino ‘también’ en su frontal oposición a otra asignatura, la de Educación para la Ciudadanía. Veamos.

El relativismo moral es aquella postura que defiende que la verdad o falsedad de los juicios morales (que afirman que una conducta es buena y correcta, o mala e incorrecta) depende de quién los sostiene, de su punto de vista, de su subjetividad. Que los juicios morales no son absolutos sino que están en relación con (son relativos a) quién los enuncia, lo cual los convierte de paso en subjetivos, cambiantes y modificables. Según la versión más extrema de este planteamiento, no hay forma de decidir –entre valores y conductas morales opuestas– cuál es la correcta y cuál la incorrecta. Todas las opiniones respecto a lo que está bien y lo que está mal, por conflictivas y opuestas que sean, serían igualmente defendibles. Un planteamiento de este tipo, a poco radical que sea, es insostenible. No hay mejor manera de abolir el concepto de ‘valor moral’ que afirmar que moralmente ‘todo vale igual’. Si todo vale, nada vale, con lo cual juzgar o valorar moralmente los comportamientos humanos sería simplemente imposible.

No podríamos condenar ni alabar ninguna conducta, sino meramente manifestar que ‘nos parece’ bien o mal, que la aprobamos o no. La ética quedaría reducida a estética, a mera cuestión de gusto, como ha denunciado la filosofa feminista Amelia Valcárcel. Así que no hay que comulgar con Rouco Varela para criticar el relativismo moral.

Lo que ocurre es que los sectores eclesiásticos confunden deliberada e interesadamente ‘relativismo’ con ‘pluralismo’ moral. Dicho con más precisión: procuran desprestigiar el pluralismo moral descalificándolo como relativismo. Pero son cosas distintas. El pluralismo moral, como el pluralismo político, es una característica ‘de hecho’ que presentan las sociedades modernas y que es, además, considerada ‘buena’ por casi todo el mundo, salvo por los totalitarismos –en el caso del pluralismo político– y la Iglesia Católica –en el caso del pluralismo moral–.

El pluralismo en cuestiones morales pone de manifiesto que a partir de la modernidad, en las sociedades occidentales no hay un único criterio (absoluto) con el que hacer juicios de valor. Casi todo el mundo entiende que lo que unos vemos de determinada forma puede ser entendido de manera diferente por otros… y no pasa nada, no hay que quemar a nadie por eso en la plaza pública. A diferencia de las sociedades totalitarias y/o monistas, en las que todos los miembros de la sociedad comparten (se ven obligados a fingir compartir) el mismo código moral, en las sociedades pluralistas coexisten distintos enfoques morales y la ciudadanía no participa de una misma concepción respecto a cuál sea la conducta correcta en cada caso. Pero ello siempre dentro de unos límites que eviten precisamente caer en el relativismo. Hay criterios morales que no son compartidos por todo el mundo, ni las conductas concomitantes exigibles a todos (pensemos en la práctica del nudismo o en el ayuno en cuaresma). Pero hay también criterios morales que son necesariamente comunes (pensemos en la condena de la violación, del asesinato). En filosofía moral suele distinguirse entre ‘mínimos morales compartidos’ y ‘máximos morales privados’. En una sociedad democrática y plural lo que el sistema jurídico –vigente para todos– refleja son precisamente los mínimos morales compartidos y no los máximos privados, que son respetados, eso sí, en tanto que tales. La línea divisoria entre mínimos y máximos morales está en relación por tanto con la demarcación entre lo que es o debe ser objeto de respeto en tanto que conducta privada y lo que se puede exigir a todos. Lo exigible a todos es siempre menos que lo que cada cual puede hacer en el ámbito privado sin vulnerar la legalidad. La emergencia de esta distinción está en estrechísima relación con la separación en la modernidad de la Iglesia y el Estado, de la política y la religión y con la distinción concomitante entre ‘delito’ –definido según la ley que nos afecta a todos– y ‘pecado’ –según uno u otro credo–. Claro que hay conductas desaprobadas como pecaminosas por la religión que además están tipificadas como delito, pero no todo lo que es pecado según la Conferencia Episcopal puede ser tenido por delictivo (¡gracias a Dios!).

En la deliberación pública sobre algunos asuntos causa perplejidad la inusitada incapacidad de los sectores eclesiásticos para poner a un lado sus consideraciones morales máximas. Produce estupor su empeño en considerar todas las posiciones morales propias, no como lo que son (concepciones privadas de máximos morales respetables en tanto que tales) sino como si fueran mínimos innegociables a todos exigibles. Esa incapacidad para distinguir la ética privada de la pública parece ser una de las características del integrismo.

El relativismo se da siempre en un contexto de pluralismo moral pero no necesariamente el pluralismo moral implica siempre relativismo. Los mínimos comunes compartidos, poquitos, sí, no pueden ser considerados relativos ni subjetivos, son de obligado cumplimiento. Si no los hubiera, la convivencia sería imposible. A no ser que de lo que se trate sea de volver a imponer un código de conducta único como la Iglesia hizo durante siglos.

La jerarquía eclesiástica brama contra la dictadura del relativismo ‘a la vez’ que afirma como incuestionable el derecho de las familias para educar a sus hijas según sus criterios morales… al margen de cuáles sean esos criterios. ¿Pero no era ‘eso’ el relativismo moral? El título de este artículo debería hablar, no de paradojas, sino de contradicciones. Los obispos y compañía se contradicen constantemente por la sencilla razón de que no tienen razón. ¡Qué cruz!

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