2009/05/14

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  • En Gernika, sin crucifijo ni Biblia
  • El Diario Vasco, 2009-05-14 # Rafael Aguirre
Toda sociedad tiene sus ritos que solemnizan los grandes acontecimientos de la vida personal y colectiva, que dan sentido y reafirman su identidad social. La religión ha sido la fuente tradicional de los ritos en la mayoría de las sociedades, pero el proceso de secularización y la laicidad han cuestionado esta función. Los ritos religiosos son significativos para los creyentes, pero no son ya un acervo comúnmente aceptado. Aunque habría que distinguir: la Ilustración europea y la Revolución francesa se entendieron, en buena medida, como emancipación de la religión, incluso contra ella; pero en el mundo anglosajón las cosas fueron muy distintas, y la Revolución americana se hizo rememorando el éxodo bíblico y como un trasunto de la conquista de la tierra prometida.

La toma de posesión del lehendakari en Gernika tuvo dos partes. La primera, en la Casa de Juntas, y se desarrolló según el reglamento establecido; la segunda fuera, junto al árbol, que debía discurrir según los «ritos ancestrales». En el País Vasco convertimos en ancestral lo que es relativamente muy reciente. Nunca antes de la Constitución democrática y del Estatuto el País Vasco ha sido una entidad política unitaria y tenemos pocos elementos simbólicos comunes: Gernika, que además de sede de las Juntas del Señorío ha pasado a ser pueblo símbolo de la nueva Euskadi política; tenemos el árbol, la makila, no se acertó con el himno... En los símbolos y ritos están en juego valores y sentimientos profundos, eventualmente legados históricos, evocaciones míticas respetables. Las tradiciones merecen la mayor consideración, pero con flexibilidad y sin considerarlas intocables precisamente para que puedan perdurar.

El ritual junto al árbol del pasado día 7 se ajustó en líneas generales al seguido en la toma de posesión de anteriores lehendakaris. El acto discurrió de forma correcta, breve y solemne. Algunas de las modificaciones en las palabras de Patxi López fueron adecuaciones necesarias a una sociedad democrática: la alusión al respeto a las leyes y la sustitución de pueblo por ciudadanía vasca. Pero lo más vistoso y que ha levantado cierta polémica ha sido la supresión de la expresión «ante Dios humillado» y la promesa sobre el texto del Estatuto sin que sobre le mesa estuviesen, como en anteriores ocasiones, ni la Biblia ni el crucifijo.

En estas mismas páginas he comentado alguna vez el gesto, en la transición democrática, del agnóstico Enrique Tierno Galván, que mantuvo el crucifijo que encontró en su despacho de alcalde de Madrid porque «era un símbolo del amor»; al mismo tiempo el creyente Antonio Hernández Gil retiró el crucifijo de su despacho de presidente de Las Cortes por respeto a la laicidad del Estado. Los dos tenías razón, inteligencia política, magnanimidad y espíritu de reconciliación.

La presencia del crucifijo y de la Biblia no significan necesariamente una confesión creyente y pueden ser vistos como los símbolos de una tradición cultural. En la bandera de muchísimos países europeos, de laicidad bien probada, luce la cruz, y a nadie se le ocurre quitarla (Suiza, Suecia, Reino Unido, Finlandia, Dinamarca, Noruega, Grecia...). Entre nosotros las cosas se plantean de forma especial. Todos sabemos la especial virulencia del contencioso religioso en la sociedad española hasta épocas muy recientes y, a la menor, vemos que las heridas siguen supurando. Hay una generación, en el primer plano aún de la vida pública, especialmente traumatizada por la educación religiosa recibida y, para acabar de complicar las cosas, nuestro referente cultural prioritario es la laicidad a la francesa (aunque en el país vecino algo se está moviendo al respecto). Pero, además, y por paradójico que parezca, son muchos los cristianos que prefieren que la cruz y la Biblia no aparezcan en los actos oficiales como el de Gernika (ni en la toma de posesión de los ministros en la Zarzuela) porque consideran que su reducción a meros símbolos culturales desvirtúa su sentido religioso y neutraliza su capacidad interpelante y crítica para nuestra sociedad. Para quienes así piensan, no se trata de eliminar lo religioso o reducirlo a lo privado, sino de purificarlo y hacerlo presente sin poder y con todo su potencial novedoso y crítico.

¿Cuántas veces se toma en vano el nombre de Dios en las solemnidades políticas? Las ceremonias de la catedral monegasca, con la monarquía del Principado, me chirrían como cuando veo a ex gerifaltes comunistas de la extinta URSS acompañando con velitas a popes ortodoxos. Las encuestas americanas sugieren que los ateos y agnósticos superan con mucho a los judíos y a la mayoría de otros grupos religiosos. ¿Cómo es posible que no haya ningún senador norteamericano que no se declare creyente fervoroso? Sin duda hay mucha hipocresía y mucho agnóstico estadounidense en el armario mientras dura su cargo público.

Volvamos a Gernika. Estoy seguro de que en el lehendakari y en sus colaboradores más inmediatos no hay ninguna beligerancia antirreligiosa. El juramento del primer lehendakari, José Antonio Aguirre, se hizo en un clima de enorme exaltación religiosa explicable por las circunstancias del momento y por el carácter fuertemente confesional que entonces tenía su partido. Ha parecido que un marco más laico era más acorde con la sociedad vasca actual y con la forma de entender la democracia. Añado que me da la impresión de que la presencia de gentes de fuerte y pública militancia cristiana es particularmente importante entre los puestos de responsabilidad que se van conociendo del nuevo Gobierno Vasco. Suele decir Ignacio Sotelo, agnóstico, que ya «casi sólo quedan políticos con sensibilidad social entre los militantes cristianos». Es claro que exagera mi buen amigo, pero no apunta mal porque se refiere al hundimiento de las ideologías y motivaciones de las que se nutrían tradicionalmente las izquierdas europeas.

Pero quedan en el aire cuestiones muy serias, de las que parece que no caben en un periódico. ¿Puede una sociedad vivir sólo a base de códigos de leyes? ¿No se necesitan algunas referencias culturales y simbólicas compartidas, que vayan más allá de los deportistas de elite o de los equipos de fútbol o baloncesto? ¿Se daban cuenta los parlamentarios reunidos en Gernika de que el edificio que les albergaba era una iglesia? El cristianismo como cultura puede ser, para unos, un convencionalismo aceptable sin exigencias; otros no lo aceptan porque supone la domesticación de la fe; otros (a veces los mismos) no lo aceptan por miedo a que legitime una función social de privilegio para la Iglesia. Sé que es una cuestión muy delicada en nuestra tierra vasca, enferma de exacerbaciones ideológicas y de apasionamientos identitarios, pero ¿es posible convivir como meros ciudadanos con la total privatización de las identidades sociales? ¿Dónde tendrá que ir esta sociedad laica, comodona y envejecida a buscar referencias culturales compartidas, tradiciones que generen ciudadanos virtuosos, ritos que acompañen su vida? Me temo que una sociedad con este espacio vacío está a la deriva, desarbolada, a expensas de las peores borrascas.

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