- Bacon, la sensualidad de la herida
- Fue un pensador no académico, como Velázquez, del que tomó el ser un pintor de la existencia mucho antes de la invención del existencialismo
- El País, 2009-02-07 # Francisco Calvo Serraller
Aunque se comprenda la ansiedad de un artista al no ser él y lo que hace sino un mero objeto histórico de la interpretación aleatoria de otros mortales, no saberlo aceptar es prueba irrefutable de patética debilidad. A Francis Bacon no le asustó la historia, ni renegó formar parte de ella, ni mucho menos ser él mismo pasto de historias, quizá porque, al contrario de lo que se suele decir al respecto, no es que fuera ateo, algo por completo irrelevante porque no despoja a nadie de tener creencias, sino que se centró de forma radical en la naturaleza mortal del hombre, lo cual le ha convertido paradójicamente en inmortal. Esta reflexión me parece la introducción obligada ante el hecho de que, a más de tres lustros de su muerte en Madrid y justo en el año de su centenario, la Tate Gallery de Londres, el Museo del Prado y el Metropolitan Museum de Nueva York se hayan concertado para ofrecernos, con algunos matices diferenciales en cada una de las tres instituciones mencionadas, la quizá mejor retrospectiva de este pintor británico. Rememorando la que tuvo lugar en 1962, se asombraba ya Alan Bownes, en el texto de presentación de la exposición dedicada en 1985 por la Tate, de que este museo le hubiera dedicado dos retrospectivas aun estando Bacon vivo, con lo que, si sumamos esta tercera póstuma, el resultado es que ha sido celebrado a razón de una gran muestra cada veintipocos años, un verdadero récord en una época como la nuestra donde la renovación y el cambio se buscan con desesperada compulsión. ¿Por qué entonces, en vez de entregarnos al banal juego mitomaniaco de mitificar y desmitificar, no nos planteamos qué ha hecho tan imprescindible a Bacon para nosotros, al margen de que nos guste o no nos guste como si fuera un helado con sabor a coco? La respuesta a esta pregunta es obvia y palpable: está en la pintura y en la forma de pintar Bacon.
Apuntaba al principio que Bacon pintó desde la historia, con la historia y para la historia, o, si se quiere, desde el pasado, con el presente y para el porvenir, algo complejo y emocionante que, sin embargo, los historiadores del arte solemos interpretar reductoramente como un amasijo de influencias recibidas y aportaciones originales, como si fuera posible discriminar eso tal cual. El acervo artístico de Bacon era, desde luego, impresionante, como se subraya en la alargada serie de ídolos artísticos que se le atribuyeron, entre los que están Miguel Ángel, Velázquez, Rembrandt, Ingres, Daumier, Van Gogh, Picasso, Matisse, Soutine, Fautrier, Giacometti...
Por otra parte, Bacon decía no interesarle ningún artista británico salvo Constable y Turner, lo cual era evidentemente una exageración defensiva más que una simple provocación, porque no sólo tuvo en cuenta, por ejemplo, a Stanley Spencer o a Graham Sutherland, sino que buscó el cuerpo a cuerpo, esa forma de amistad, con sus mejores compatriotas más jóvenes y, por tanto, potencialmente rivales, con cuyo compadreo se creó ese rótulo publicitario de la Escuela de Londres, que puede tomarse como una fórmula trivial salvo cuando se hace la lista de sus componentes. Y es que Bacon, como Picasso, se desafiaba con los colegas históricos y actuales que le merecían crédito, la única manera que tiene de crecer quien es ya de por sí verdaderamente grande.
Según he ido contemplando a lo largo de las décadas la obra de Bacon lo que finalmente me ha cautivado más ha sido algo así como lo que llamaría su física pictórica, o, mejor, el relieve material, de materia física, de su manera de pintar, siempre tan extremadamente contrastada; esto es: en medio de la planitud monocromática radical, que hace de la superficie del lienzo como una pantalla luminosa, no pocas veces, mirabile visu, ¡naranja!, densos cuajarones de empaste versicolor.
Se puede rastrear ciertamente esta tendencia en la forma de dar el color intenso y plano remontándonos a Ingres, pero el retorcimiento empastado y las gruesas salpicaduras al desgaire que tensan hasta lo increíble la plana pantalla luminosa no encuentran, a mi modo de ver, otra razón que la genialidad esquizoide de un artista que obliga a que el pasado pictórico táctil y óptico se conjugue con la fotografía y el cine.
Hay, sin duda, mucho más, como, por ejemplo, que este astuto enamorado de la joie de vivre pictórica meridional, encarnada por Bonnard, Vuillard, Valloton y Matisse, los desafiase demostrando que hay una sensualidad tan rotunda y compacta como la solar en medio de una noche alumbrada con luz eléctrica. Se puede comprobar, no sin un escalofrío, contemplando el panel central del Tríptico inspirado por el poema de T. S. Eliot 'Sweeney Agonistes' (1967), donde, al fondo de una estancia en cuyo primer plano hay una silla cubierta por un montón de ropa masacrada, vemos una ventana con una persiana de tela azul oscuro a medio cerrar que nos descubre una negra noche cerrada. ¿A quién sino a un enloquecido glotón del placer más carnal se le puede ocurrir semejante maravillosa extravagancia?
Sí; pero, además, resulta que Bacon era un pensador, que no es lo mismo que, como se decía en el clasicismo antañón, un "pintor filósofo". Bacon fue un pensador no académico, como Velázquez, del que no sólo tomó sus exquisitas maneras retractivas, sino el ser un pintor de la existencia mucho antes de la invención del existencialismo. No me extraña que la obra de Bacon haya atraído a tantos filósofos contemporáneos como Deleuze, Lyotard o Leiris, por no hablar de críticos pensantes como Sylvester o Dupin. No en balde Bacon es el pintor de la irredenta carnalidad, en la que se confunden los niveles biológicos orgánicos, rompiendo con toda la trabajosa jerarquía construida al efecto. Es el pintor de esa depredadora máquina deseante que es el cuerpo animal: en realidad, que es toda la materia tal y como la imaginamos, moteada por agujeros negros dinamizadores. En este sentido, Bacon es Bacon, su supuestamente antepasado filósofo; es Hobbes; es Hume; es Lamarck; es Darwin... Pero eso y mucho más, aunque desde una perspectiva poética; es decir: incursivamente abierta y, por completo, dramática. Una enorme boca abierta que todo lo traga y todo lo grita; que simultáneamente engulle y expele; un voraz respiradero.
Aunque sabemos que ya pintaba durante la década de 1930, en tantos aspectos decisiva para él, Bacon se lanzó a la fama en el ecuador de la siguiente década, justo al concluir la Segunda Guerra Mundial que había dejado Londres como una ruinosa inmundicia. Lo hizo con unos cuadros de impresionante materia cenicienta, que hoy no han perdido su negra frescura. Luego hizo estallar el color porque seguramente se percató de que allí era donde la tragedia de lo sensual cobrara más conminante vibración, un poco como la sentencia que Esquilo puso en boca de Agamenón, que a Bacon le gustaba repetir, de que "el hedor de la sangre me hace sonreír", lo cual no hay que tomarse como una truculencia, sino como una definición de la paradoja que constituye el vivir. Bacon no era truculento, ni macabro, ni cruel, ni pesimista, ni toda la retahíla de estos adjetivos estigmatizadores para los malos de opereta.
Miraba de cara; o sea: sin pestañear, a la vida, que es también la muerte. Lo hacía con el entusiasmo de los amantes, que es justo la condición de los grandes artistas. Finalmente, había visto y comprendido el hermoso y deslumbrante surco de luz que se abre en cada herida del humano cuerpo mortal. Llamémosle, así, pues, el poeta de la vulnerabilidad.
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